lunes, 19 de noviembre de 2012

Vacaciones en Los Amaceyes




     Explorando en los espacios de mi memoria, extraje recuerdos de la década de los cincuenta e inicios de los sesenta. Estaba vigente la época Trujillista. En ese período de silencios e inocencia obligatoria, los niños no teníamos acceso a la crítica o explicación de los hechos que ocurrían. El Gobierno ejercía el control absoluto sobre los medios de comunicación. Después de la muerte de Rafael Leónidas Trujillo Molina, se intensificó la migración de la población campesina a los pueblos y ciudades; además del éxodo a Puerto Rico, a Estados Unidos y países europeos.

     Muchos de mis familiares y amigos participaron en esos procesos migratorios. Sus descendientes, principalmente los que residen fuera de República Dominicana, desconocen las vivencias de esa época; las costumbres, tradiciones y valores prevalecientes en las comunidades campesinas; así como sus limitaciones económicas, sociales y políticas. De ahí surgió mi interés por escribir sobre este tema y acercarlos a la realidad de esa época.

     Plasmé, sin la rigurosidad de los historiadores, algunas de las inolvidables experiencias durante mis vacaciones en Los Amaceyes. Para contextualizar el escrito, he incluido datos e informaciones correspondientes al final de la década de los cincuenta, e inicios de los sesenta; período en que eran casi inexistentes los lugares dedicados a la recreación y el deporte. El ejercicio de la libre expresión del pensamiento, del arte y la cultura era controlado por el Gobierno. En muchas de nuestras comunidades campesinas, todavía están vigentes las precariedades económicas.

     En esa época, los niños y niñas jugábamos con los amiguitos en los colegios, patios de las casa, las aceras y en las calles de Santiago de los Caballeros, las cuales eran escasamente transitadas por vehículos. No era necesario divertirnos encerrados en los hogares por temor a la delincuencia. Además de la vigilancia de los padres, recibíamos el cuidado y las correcciones que provenían de los vecinos adultos. Predominaba en los niños una “sensación de seguridad y, sobre todo, prevalecía la ignorancia del por qué de las restricciones impuestas por el régimen trujillista”. 

     Algunas familias tenían pequeños televisores a blanco y negro. Disfrutábamos de la excelente programación y la impecable dicción y preparación de los locutores que laboraban en el Palacio Radio- Televisora La Voz Dominicana, Inaugurado el 1 de agosto 1952. Es importante destacar que cada año, en su “Semana Aniversaria”, la televisora presentaba las figuras más brillantes del canto latinoamericano. 

     Recuerdo que cuando mis padres adquirieron un televisor, también tuvieron que comprar pequeñas sillas para los amiguitos del vecindario que iban a ver los muñequitos junto a nosotros. Frecuentemente, se reunían de 15 a 20 niños, felices e ilusionados, ante la proyección de las divertidas y agradables tiras cómicas. 

     Esperaba con ansiedad las vacaciones escolares correspondientes a Semana Santa, verano y Navidad para visitar, en Los Amaceyes, a los abuelos maternos: Don Cornelio López y Doña Francisca Ureña de López. 

     Ellos formaban parte importante en nuestro mundo y representaban el ejemplo perfecto de los abuelos tradicionales: amorosos, atentos, previsores; preocupados por el bienestar de cada uno de sus descendientes; exigentes en cuanto al cumplimiento de las normas disciplinarias y orgullosos de sus nietos. 

     Abuelito era un hombre alto, delgado y de porte elegante. Se caracterizaba por ser un trabajador incansable, con gran sentido de autoridad, liderazgo y capacidad de expresar su cariño con adecuados y sencillos detalles. Provenía de familias mocanas de ascendencia española. No recuerdo haber visto su cabeza sin que la cubriese el manto blanco de las canas. 

     Mi abuelita nació en Guazumal. Era una dama de baja estatura, con una gran belleza en los órdenes físico y espiritual. Sus facciones delicadas y finas parecían extraídas de alguna pintura famosa. Yo admiraba su altruismo y conocimiento de la medicina natural; así como la energía incesante que caracterizaba su desempeño en las labores domésticas, a pesar de haber engendrado 14 hijos e hijas.

     En la República Dominicana, durante esa época, predominaban las familias con muchos hijos. Razones de índole religiosa impedían la anticoncepción por métodos artificiales; el aborto inducido era considerado un pecado.

    Es conveniente resaltar que el Gobierno Dominicano del momento, estimulaba la formación de familias numerosas, para impulsar el crecimiento demográfico y aumentar la mano de obra. El número de habitantes en República Dominicana era reducido con relación a la población actual. La población nacional, según datos obtenidos en 1960, estaba integrada por 3,231, 488 personas. En la Provincia de Santiago, residían 292,130. La población nacional se triplicó en el período comprendido entre 1960 y 1990.

     En la década de los 50 y 60, los niños campesinos invertían una parte del día, junto a sus padres, en las labores agrícolas (en la actualidad, también existe el trabajo infantil, a pesar de ser ilegal).También asistían a las escuelas. Los padres tenían que enviar los niños a las escuelas, aunque éstos tuvieran que caminar varios kilómetros. Si no cumplían con esa disposición, podían ser encarcelados. Hoy en día, la educación en el Nivel Básico sigue siendo obligatoria, pero la ley no se aplica con el rigor requerido. 

     Después de las aclaraciones anteriores, les relato que con gran alborozo, el grupo de niños y niñas, integrados por mis hermanos, primos y alguna persona adulta de la familia, emprendíamos el camino hacia Los Amaceyes.

     Recuerdo que a tempranas horas de la mañana, nos trasladábamos en carro desde el municipio de Santiago de los Caballeros, hasta Canca La Piedra. Cruzábamos por Tamboril, poblado reconocido mundialmente por la calidad de sus cigarros o puros de confección artesanal. 

     Seis kilómetros nos separaban de esa valiosa comunidad, perteneciente a la Provincia de Santiago y cuna del destacado poeta, cuentista y narrador Tomás Hernández Franco. Al atravesar el pequeño poblado de Tamboril contemplábamos sus modestas viviendas de madera, salvo algunas excepciones. Frente a los establecimientos comerciales (pulperías, almacenes, tiendas) los clientes amarraban los animales que les servían de transporte. La cantidad de vehículos circulantes era muy reducida.

     Tomábamos, aproximadamente, diez minutos para llegar desde Tamboril hasta Canca La Piedra. Desde allá se iniciaba nuestro ascenso a la cordillera Septentrional, sobre los lomos de caballos, mulos y burros, hasta llegar a Los Amaceyes. 

En el trayecto, cruzábamos dieciséis veces el zigzagueante recorrido de los ríos Bellaco y Saltadero, antes de llegar a nuestro destino. 

     La travesía cambió a partir de la construcción de la carretera de Carlos Díaz. De los lomos de los animales, pasamos a los famosos Jeep. Su incorporación a la transportación representó un indudable avance para las comunidades campesinas y sus visitantes. Cada vez que subíamos a Carlos Díaz en el jeep, en silencio, iniciaba mis oraciones. Le tenía pánico a la altura y a las curvas de la estrecha carretera. 

     La imagen que ofrecía el jeep era algo digno de verse. Generalmente, al descender las lomas, iba cargado de personas y, además, colocados o colgando desde la parte superior se podían ver pollos, cerdos, chivos, sacos con víveres, paquetes de cigarros y, por supuesto, los equipajes de los ocupantes.

     El trayecto en el jeep no completaba nuestra ruta; teníamos que caminar un poco para llegar al hogar de los abuelos. Si no estaba lloviendo, invertíamos, aproximadamente, una hora para llegar a pies, desde el final de la carretera de Carlos Díaz hasta la casa. En tiempo de lluvia, la experiencia de subir y bajar las lomas era fenomenal. Llegábamos llenos de lodo, pero felices por la aventura.

     Siempre me he sentido fascinada por el paisaje natural y variado de Los Amaceyes. Recuerdo hermosas áreas de vegetación exuberante. Deslumbrantes y soberbios, se erguían árboles de gran altura, muchos de ellos maderables. Parecían dominar el espacio y lanzar el mensaje de preservación de la naturaleza. En otros lugares, abundaban las matas de palma, coco, cana, aguacates; hermosas plantaciones de café enrojecidas en tiempos de cosecha y, dentro de los cafetales, crecían matas de cacao, buen pan, castaño, naranja, níspero, jagua, caimito y otras más.

     Otras extensiones de terreno, dedicadas a la ganadería, estaban sembradas de hierba. En ellas también crecían árboles como el roble, la caoba y el piñón plantados en el que borde del terreno para que ofrecieran sombra al ganado. Lo que más nos fascinaba en estas áreas, era encontrar frutales para tumbar y comer sus frutos a nuestro antojo. 

     Los conucos, sembrados de plátanos, guineos, rulos, yuca, batata, maíz, habichuelas, gandules, yautía, ñame, maíz, garantizaban parte de la alimentación de la comunidad y las posibilidades de vender el excedente. 

    Los agricultores aprovechaban todos los espacios disponibles para sembrar, y se dedicaban al trabajo agrícola con intensidad. Dentro de la cultura de la época, se consideraba el trabajo como un deber, un símbolo de responsabilidad, solvencia moral, garantía económica y social. La vagancia y el juego en días laborables provocaban el rechazo social e, inclusive, el apresamiento de las personas. 

     La tendencia imperante entre los campesinos era confiar en la honestidad, honradez y el valor de la palabra comprometida. Por ejemplo, muchos negocios se hacían sustentados en la seriedad de los participantes, sin firmar ningún documento. En las comunidades, prevalecía el respeto a las propiedades ajenas, y los linderos de las propiedades se establecían con matas de maya o alambres de púas, primordialmente para evitar que animales ajenos entraran a las propiedades. Salvo las expropiaciones arbitrarias ejecutadas por el Gobierno, se podía hablar de relativa seguridad para los propietarios de inmuebles

     Algo inolvidable para mí es recordar el trato habitual y la receptividad de la mayoría de las personas de Los Amaceyes. Normalmente, durante el trayecto entrábamos a saludar a familiares y amigos. Las personas, con gran gentileza y espontaneidad nos acogían y ofrecían o brindaban lo que estuviera a su alcance. Era habitual que se compartieran los productos y alimentos con los visitantes y vecinos. Habitualmente, las vecinas o familiares enviaban sopas de gallina, preparadas de manera especial, a las señoras recién paridas, y les ofrecían apoyo en la realización de las tareas domésticas y el cuidado de los niños.

     Aunque la mayoría de sus pobladores vivía en niveles de pobreza, a las personas no les faltaba la comida debido a la solidaridad de familiares y amigos. El apoyo desinteresado ante los problemas de salud o situaciones dolorosas, era habitual. Una costumbre muy importante era manejar con mucha discreción los problemas familiares. 

    Según la usanza campesina de la época, los hermanos mayores colaboraban con el cuidado de sus hermanos menores; las familias fomentaban la solidaridad entre ellos y el respeto a los familiares y vecinos. Generalmente, los hijos construían sus hogares cerca de sus padres y, en muchos hogares, por supuesto con gran estrechez, vivían varias familias a la vez; por tales razones, la dependencia de los padres se prolongaba más tiempo y los abuelos ejercían una gran influencia en la educación de los nietos.

    De manera especial, quiero destacar que las familias asumían la responsabilidad de cuidar las personas mayores con respeto y consideración. Se consideraba una vergüenza que los hijos o nietos descuidaran a sus padres y abuelos. Si era necesario, los trasladaban a sus hogares para hacer más efectivas las atenciones.

   Retomando el relato, recuerdo que en nuestra trayectoria, también los ancianos conocidos nos recibían con cariño. Era evidente que esas casitas humildes (muchas de ellas construidas con tablas de palma, techadas de cana, yagua o zinc) eran habitadas por personas que, en su mayoría, fomentaban la sencillez, discreción, solidaridad y el respeto a la autoridad de los padres. Los valores de índole religiosos formaban parte esencial de la formación de los individuos, y un especial respeto se dispensaba a los compadres o comadres por sacramentos.

    Me extasiaba contemplando el cuidado y limpieza en la mayoría de los hogares en Los Amaceyes. Los pisos, de tierra o de madera, generalmente lucían impecables, al igual que las paredes pintadas con cal o tierra. En hogares de extrema pobreza, la carencia de muebles era sustituida por tablas adosadas a las paredes o bancos. En las habitaciones eran habituales los catres o camas con colchones hechos de lana. 

    En los campos, se carecía de energía eléctrica y, por supuesto, de las comodidades que esta propicia. El agua del manantial era envasada en las tinajas de barro para que se mantuviese fresca. Yo no perdía la oportunidad de tomar agua fresca del manantial en los higüeros bellamente tallados por manos campesinas.

    Generalmente, como parte de las costumbres en esos humildes hogares, las señoras de la casa o sus hijas nos servían el brindis. Los hombres no realizaban actividades hogareñas. Se percibía como una manifestación de feminización el que el hombre realizara labores propias de las mujeres. Su aporte era sostener económicamente la familia, cortar la leña, pilar el café y traer los alimentos. El machismo y predominio del poder masculino eran característicos de la época.

    Las jóvenes eran educadas para ser buenas madres, amas de casa eficientes; esposas trabajadoras, fieles y respetuosas de las disposiciones del esposo o marido. El respeto a los padres y la preservación de la virginidad hasta el matrimonio recibían una alta ponderación social. 

    Seguíamos nuestro trayecto, y después de haber recibido innumerables atenciones y de darnos un baño de luz y belleza natural, era maravilloso llegar a la casa de los abuelos. El cantar del arroyuelo, ubicado cerca de la casa, nos exaltaba. Desde la lomita, cercana a la casa, todos queríamos vocear, para anunciar nuestra llegada. 

    Allí estaba la amplia casa de madera de estilo vernáculo, rodeada, casi en su totalidad, por la galería. Estaba construida sobre pilotillos de madera y un área de concreto. EL agua que caía sobre el techo de zinc era recogida en los caños que la depositaban en el tanque que abastecía de agua el hogar. El piso de madera, las grandes puertas y aldabas; los tragaluz formando flores y el orden imperante en todos sus espacios, ejercían sobre mí una fascinación indescriptible. 

    La manera funcional y sencilla de su decoración y mobiliario reflejaban la sencillez y la mentalidad de sus dueños. En esa época, las personas preferían no aparentar demasiado para evitar despertar la avaricia de Trujillo, que entre otras cosas, requería a la ciudadanía exhibir en sus hogares su retrato o algún símbolo o lema de la Era. Recuerdo que en la casa de mis abuelos se encontraba colgada en la pared de la sala una fotografía ecuestre del tirano que decía: “Y seguiré a caballo”. Con toda la inocencia del mundo, pregunté por qué estaba colocada esa foto de Trujillo junto a las fotos familiares, y, rápidamente, me mandaron a callar. ¡Divina inocencia en medio de una época difícil! 

     Llega a mi memoria la visión del juego de sala con su mesita, las mecedoras y el sofá; una mecedora grande donde me dormía mi tía; el amplio y sencillo comedor, la vitrina del comedor; en las habitaciones las camas de hierro forjado y el armario donde abuelito guardaba celosamente sus pertenencias y el dinero. Siguiendo la usanza de las familias creyentes, un pequeño altar estaba ubicado en el dormitorio de mis abuelos. La mesa del altar permanecía cubierta por un bello mantel, especialmente el blanco que fue bordado a mano por abuelita. Recuerdo las imágenes de San Miguel, San Antonio, la Santísima Trinidad, el Corazón de Jesús, la Virgen de las Mercedes y de la Altagracia, entre otros. Permanentemente, abuelita mantenía una vela encendida en el altar. Al caer la tarde, todos los presentes en el hogar orábamos frente a él. 

    En la parte trasera, independiente de la casa, funcionaba una amplia cocina con hornallas de tierra que eran devotamente limpiadas cada día. La cocina era de suma importancia, pues no solo era el espacio para preparar los alimentos, sino, también, un punto de encuentro para la familia. Daba gusto sentarse en la cocina a tomar el aromático café, el cual había sido majado en un pilón de madera. 

    Desde la cocina se podía observar el trayecto al arroyo donde disfrutábamos de deliciosos baños. Un área específica era habilitada para el lavado de la ropa. Allí se encendían palos para hervir la ropa blanca en una lata. Nada de cortar ramas de árboles sin ningún criterio. Abuelito era extremadamente celoso con el cuidado y preservación de los árboles. Los servicios sanitarios estaban ubicados a cierta distancia de la casa.

    Al lado de la casa, funcionaba una pequeña pulpería donde se vendían los productos básicos: arroz, habichuelas, manteca de cerdo, gas para las lámparas, jabón, arenque, fósforos, leche condensada, pasta de dientes, cepillos, pinchos, maltas (sobre todo una muy amarga que se utilizaba para preparar las botellas a las recién paridas),coconetes deliciosos y otros dulces preparados por abuelita; y no podían faltar los fósforos, las pilas, las velas, las botellitas de ron dominicano, los refrescos, las mentas, principalmente las verdes, que los novios compartían con las enamoradas, (me tocó comer muchas mentas de las que mis tíos compraban para sus novias) 

    Al lado de la casa, se encontraba un amplio secadero para el café y el cacao. Ese espacio nos servía de punto de reunión en las noches de lunas. Allí podíamos jugar, competir, contar cuentos, divagar en un ambiente hermoso, sano, natural y cargado de afectividad familiar. Aproximadamente, a diez metros del secadero, dos amplios almacenes servían como depósitos para el café, el cacao y otros rubros agrícolas. Todo el entorno estaba cubierto por árboles frutales, y un área se utilizaba para el cultivo de hortalizas. A continuación de ese emplazamiento, se iniciaba el amplio cafetal de mis abuelos. 

    Como era de suponerse, llegábamos a Los Amaceyes con las pilas nuevas y un tremendo afán por empezar a inventar

    Abuelito nos recibía siempre con una gran cantidad y variedad de frutas. No faltaban los cocos de agua, mangos, naranjas, guineos, zapotes y todo lo que podía aparecer en las pródigas y arborizadas montañas de la Cordillera Septentrional. Abuelita, con su calma y tranquilidad habitual, nos bendecía y evaluaba nuestro aspecto, color, peso. Ella tenía amplios conocimientos de medicina natural y determinaba si necesitábamos de alguna atención especial. Nadie se salvaba de las tisanas, los purgantes para limpiar el organismo y adquirir un buen color. En efecto, los cuidados esenciales de abuelita, la liberación del estrés pueblerino y la excelente alimentación natural, provocaban en nosotros un bienestar increíble.

   El hogar de mis abuelos se regía de acuerdo a las normas establecidas. Ellos, con su sola presencia, inspiraban respeto; a la vez nos prodigaban espléndidas atenciones y manifestaciones de cariño. Allí el día se iniciaba cerca de las 5:30 de la mañana. Abuelito nos llamaba uno por uno para verificar que todos participáramos en la oración matutina. Después de la oración, los pequeños podíamos echar otro sueñito. 

    Muy temprano, mi abuelo se preparaba para la faena. Usaba generalmente, generalmente, ropa color kaki, muy bien planchada, calzaba botas y lucía su habitual sombrero. A las seis, ya estaba tomando su cafecito. Recuerdo que diariamente se paraba en la puerta del comedor, ubicada frente a la cocina, y, posteriormente, observaba y alimentaba, los gallos, las gallinas y sus pollitos. Esas acciones me conmovían. Muy temprano, él comenzaba a planificar, ordenar y conversar con mis tíos y los empleados sobre las labores agrícolas del día, el cuidado de la ganadería y todas las gestiones necesarias

    Como detalle, quiero destacar la importancia del cumplimiento de ciertas normas protocolares en el hogar de mis abuelos. Por ejemplo, el orden en la colocación de los comensales en la mesa del comedor. Por respeto a las normas, nadie se atrevía a ocupar el lugar de mis abuelos; adultos y niños utilizábamos la palabra usted para referirnos a los mayores. Los adultos se quitaban sus sombreros antes de saludar las personas y se respetaba la privacidad de las conversaciones.

     El trajinar era fuerte. La cocina comenzaba el funcionamiento muy temprano; se encendían los fogones con leñas para colar café y comenzar el proceso de preparación del desayuno. En una esquina de la cocina se pelaban los plátanos, la yuca u otros víveres. En época de recolección de café o período de deshierbe, cocinaban para decenas de personas, además de los miembros de la familia. Después de cocer los alimentos, hervían la cáscara de los plátanos y los pedazos de batata y yautía para alimentar a los cerdos.

   Mis abuelos, con el apoyo de sus hijos y los trabajadores, hacían enormes esfuerzos para poner a producir los predios agrícolas obtenidos con miles de esfuerzos. Vender los frutos a precios razonables y trasladarlos a los mejores lugares para las ventas, eran obstáculos parte de las dificultades que vencer.

   Un poco ajenos a los retos de la vida campesina, los niños visitantes junto a los primos residentes en el campo nos dedicábamos a inventar en las grandes extensiones del terreno colindante a la casa. Montábamos a caballo, corríamos, construíamos pequeñas casas en los cafetales, asaltábamos las matas de mangos, naranjas, zapotes. ¡Hasta hacíamos negocio con abuelita! A mí me encantaba recoger los granos de café que se caían de los pisos de los almacenes y luego se los vendía a mi abuelita para comprar pollitos y gallinas cuando retornara a mi hogar en Santiago

    Ayudábamos con algunos quehaceres domésticos. Era un placer limpiar el piso de madera y embellecer el hogar con las flores del jardín.

    Una actividad inolvidable era participar en el proceso de recolección del café. Disfrutaba las canciones y las décimas improvisadas por las señoras que hacían el trabajo. Admiraba la facilidad con que lo ejecutaban, y la belleza de las canoas repletas de los rojos frutos. Con discreción y en graciosos cuchucheos comentaban: “Ramona se jue anoche con el novio”, “María ta preñá y tuvo que ise con Pedro”. “La hija de María se fue pai pueblo a trabajai”. “Juan se puso malo y lo sacan en pariguela pa Tambori” “¿Vite a Maigarita? tiene un novio pueblita. Ojalá que saiga buena gente”

    La diversidad de nuestras actividades se coronaba con tres acciones inolvidables: ir a tumbar las frutas y comerlas debajo de los árboles; montar a caballo; acompañar a mi abuelito y tíos a los sancochos navideños, inventados de un momento a otro. Nada se compara con caminar sin miedo en medio del campo, observar las luciérnagas trazando el trayecto de luz; disfrutar con la familia de un fraternal encuentro navideño, donde no faltaba el jengibre y los traguitos para los adultos. Lo máximo de la diversión en la navidad era apear las gallinas del palo para el sancocho de varias carnes. Como una de sus “travesuras”, algunos de mis tíos hacían desaparecer la mayoría de las carnes de la paila para hacer reír a todos los invitados e inducir a su búsqueda.

     Al atardecer, a ritmo de merengue se alborozaban los corazones campesinos y en los hogares repicaba la picardía y la gracia de los conjuntos típicos dominicanos. Una y otra vez escuchaba en la cordillera la voz de Guandulito interpretando: 

     Jobinita yo quisiera amanecei
     aunque sea debajo del aleo
     a ver si por medio de esto se me cumplen mis deseos.

    La patria era para el hombre campesino un cofre de silencios y carencias, aparente sumisión ante el poder político, esperanza cifrada en la voluntad Divina. También era canción, sabor a tierra adentro, merengue liniero que se impuso lentamente, fragor de cuerpos encendidos por la danza que unificaba la identidad. Al atardecer, el cuadro de comedias Romance Campesino llenaba de gracia y sano humor los hogares campesinos con las excelentes actuaciones de Macario y Felipa. 

    Cómo olvidar las noches de luna en Los Amaceyes. Bajo el esplendor de luz natural, encendíamos el alma con hermosas canciones y bellas  voces  de mis tíos y tías nos permitían deleitarnos con la interpretación de merengues, rancheras, corridos, tangos y boleros.

    Rasgaban los espacios, las canciones de amor y desamor, los poemas románticos; y una que otra adivinanza ponía a prueba nuestra capacidad y astucia. Era evidente la influencia en nuestro país de la música cubana, mexicana, argentina y puertorriqueña. 

    Los domingos tenían un toque especial. Muchas personas vestían su mejor ropa para ir a la Misa, visitar los familiares o a los enfermos; asistir a celebraciones de cualquier índole, jugar pelota, dominó, asistir a alguna fiesta y otras actividades. 

    Para mí son inolvidables los viajes a la Capilla del Carmen y a la de Carlos Díaz, para asistir a las Misas mensuales. La participación en la Misa tenía una connotación religiosa y a la vez fomentaba el encuentro social. Nos preparábamos con entusiasmo para ir a la misa. En el trayecto, saludábamos las personas que sobre los burros, mulos o a pies cargaban el agua de los manantiales en higüeros o latas. Era digno de admirarse el equilibrio de las señoras al colocar los calabazos en un babonuco ubicado sobre su cabeza.

    De vez cuando, nos encontrábamos con los galleros. Me impresionaba la forma en que transportaban los gallos dentro de fundas. No me explicaba por qué después de invertir tanto tiempo y dinero en el cuidado de los gallos los exponían a la muerte. 

   Así, a puro golpe contra el infortunio, en medio de las carencias de asistencia médica, falta de energía eléctrica, limitaciones económicas y otros problemas, mas invadidas por la fuerza y el coraje para luchar contra las adversidades y fortalecer la relaciones entre sus miembros, las familias de Los Amaceyes miraban al horizonte con una visión de esperanza, impulsadas por la fe y los principios, el amor y respeto por el trabajo.

    En esa comunidad campesina que reflejaba una profunda religiosidad y respeto, sobre todo en Semana Santa, nutríamos el alma y el cuerpo con los auténticos regalos y vivencias de la naturaleza; el afecto familiar y el sabor de la espiritualidad y el orden. Retornábamos a nuestros hogares fortalecidos en el amor y con un gran deseo de volver a aspirar el aire puro de la cordillera, bañarnos en las aguas cristalinas de los ríos y absorber la invaluable esencia de la solidaridad y la generosidad.


por:
Minerva Calderón López

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