Explorando
en los espacios de mi memoria, extraje recuerdos de la década de los cincuenta
e inicios de los sesenta. Estaba vigente la época Trujillista. En ese período
de silencios e inocencia obligatoria, los niños no teníamos acceso a la crítica
o explicación de los hechos que ocurrían. El Gobierno ejercía el control
absoluto sobre los medios de comunicación. Después de la muerte de Rafael
Leónidas Trujillo Molina, se intensificó la migración de la población campesina
a los pueblos y ciudades; además del éxodo a Puerto Rico, a Estados Unidos y
países europeos.
Muchos de
mis familiares y amigos participaron en esos procesos migratorios. Sus
descendientes, principalmente los que residen fuera de República Dominicana,
desconocen las vivencias de esa época; las costumbres, tradiciones y valores
prevalecientes en las comunidades campesinas; así como sus limitaciones
económicas, sociales y políticas. De ahí surgió mi interés por escribir sobre este
tema y acercarlos a la realidad de esa época.
Plasmé, sin
la rigurosidad de los historiadores, algunas de las inolvidables experiencias durante
mis vacaciones en Los Amaceyes. Para contextualizar el escrito, he incluido
datos e informaciones correspondientes al final de la década de los cincuenta,
e inicios de los sesenta; período en que eran casi inexistentes los lugares
dedicados a la recreación y el deporte. El ejercicio de la libre expresión del
pensamiento, del arte y la cultura era controlado por el Gobierno. En muchas de
nuestras comunidades campesinas, todavía están vigentes las precariedades
económicas.
En esa
época, los niños y niñas jugábamos con los amiguitos en los colegios, patios de
las casa, las aceras y en las calles de Santiago de los Caballeros, las cuales
eran escasamente transitadas por vehículos. No era necesario divertirnos encerrados
en los hogares por temor a la delincuencia. Además de la vigilancia de los
padres, recibíamos el cuidado y las correcciones que provenían de los vecinos
adultos. Predominaba en los niños una “sensación de seguridad y, sobre todo,
prevalecía la ignorancia del por qué de las restricciones impuestas por el
régimen trujillista”.
Algunas
familias tenían pequeños televisores a blanco y negro. Disfrutábamos de la
excelente programación y la impecable dicción y preparación de los locutores
que laboraban en el Palacio Radio- Televisora La Voz Dominicana, Inaugurado el
1 de agosto 1952. Es importante destacar que cada año, en su “Semana Aniversaria”,
la televisora presentaba las figuras más brillantes del canto latinoamericano.
Recuerdo
que cuando mis padres adquirieron un televisor, también tuvieron que comprar
pequeñas sillas para los amiguitos del vecindario que iban a ver los muñequitos
junto a nosotros. Frecuentemente, se reunían de 15 a 20 niños, felices e
ilusionados, ante la proyección de las divertidas y agradables tiras cómicas.
Esperaba
con ansiedad las vacaciones escolares correspondientes a Semana Santa, verano y
Navidad para visitar, en Los Amaceyes, a los abuelos maternos: Don Cornelio
López y Doña Francisca Ureña de López.
Ellos
formaban parte importante en nuestro mundo y representaban el ejemplo perfecto
de los abuelos tradicionales: amorosos, atentos, previsores; preocupados por el
bienestar de cada uno de sus descendientes; exigentes en cuanto al cumplimiento
de las normas disciplinarias y orgullosos de sus nietos.
Abuelito
era un hombre alto, delgado y de porte elegante. Se caracterizaba por ser un
trabajador incansable, con gran sentido de autoridad, liderazgo y capacidad de
expresar su cariño con adecuados y sencillos detalles. Provenía de familias
mocanas de ascendencia española. No recuerdo haber visto su cabeza sin que la
cubriese el manto blanco de las canas.
Mi abuelita
nació en Guazumal. Era una dama de baja estatura, con una gran belleza en los
órdenes físico y espiritual. Sus facciones delicadas y finas parecían extraídas
de alguna pintura famosa. Yo admiraba su altruismo y conocimiento de la medicina
natural; así como la energía incesante que caracterizaba su desempeño en las
labores domésticas, a pesar de haber engendrado 14 hijos e hijas.
En la República
Dominicana, durante esa época, predominaban las familias con muchos hijos.
Razones de índole religiosa impedían la anticoncepción por métodos
artificiales; el aborto inducido era considerado un pecado.
Es
conveniente resaltar que el Gobierno Dominicano del momento, estimulaba la
formación de familias numerosas, para impulsar el crecimiento demográfico y
aumentar la mano de obra. El número de habitantes en República Dominicana era
reducido con relación a la población actual. La población nacional, según datos
obtenidos en 1960, estaba integrada por 3,231, 488 personas. En la Provincia de
Santiago, residían 292,130. La población nacional se triplicó en el período
comprendido entre 1960 y 1990.
En la
década de los 50 y 60, los niños campesinos invertían una parte del día, junto
a sus padres, en las labores agrícolas (en la actualidad, también existe el
trabajo infantil, a pesar de ser ilegal).También asistían a las escuelas. Los
padres tenían que enviar los niños a las escuelas, aunque éstos tuvieran que
caminar varios kilómetros. Si no cumplían con esa disposición, podían ser encarcelados.
Hoy en día, la educación en el Nivel Básico sigue siendo obligatoria, pero la
ley no se aplica con el rigor requerido.
Después de
las aclaraciones anteriores, les relato que con gran alborozo, el grupo de
niños y niñas, integrados por mis hermanos, primos y alguna persona adulta de
la familia, emprendíamos el camino hacia Los Amaceyes.
Recuerdo
que a tempranas horas de la mañana, nos trasladábamos en carro desde el
municipio de Santiago de los Caballeros, hasta Canca La Piedra. Cruzábamos por
Tamboril, poblado reconocido mundialmente por la calidad de sus cigarros
o puros de confección artesanal.
Seis
kilómetros nos separaban de esa valiosa comunidad, perteneciente a la Provincia
de Santiago y cuna del destacado poeta, cuentista y narrador Tomás Hernández
Franco. Al atravesar el pequeño poblado de Tamboril contemplábamos sus modestas
viviendas de madera, salvo algunas excepciones. Frente a los establecimientos
comerciales (pulperías, almacenes, tiendas) los clientes amarraban los animales
que les servían de transporte. La cantidad de vehículos circulantes era muy
reducida.
Tomábamos,
aproximadamente, diez minutos para llegar desde Tamboril hasta Canca La Piedra.
Desde allá se iniciaba nuestro ascenso a la cordillera Septentrional, sobre los
lomos de caballos, mulos y burros, hasta llegar a Los Amaceyes.
En el trayecto, cruzábamos dieciséis veces el
zigzagueante recorrido de los ríos Bellaco y Saltadero, antes de llegar a
nuestro destino.
La travesía
cambió a partir de la construcción de la carretera de Carlos Díaz. De los lomos
de los animales, pasamos a los famosos Jeep. Su incorporación a la
transportación representó un indudable avance para las comunidades campesinas y
sus visitantes. Cada vez que subíamos a Carlos Díaz en el jeep, en silencio,
iniciaba mis oraciones. Le tenía pánico a la altura y a las curvas de la
estrecha carretera.
La imagen
que ofrecía el jeep era algo digno de verse. Generalmente, al descender las
lomas, iba cargado de personas y, además, colocados o colgando desde la parte
superior se podían ver pollos, cerdos, chivos, sacos con víveres, paquetes de
cigarros y, por supuesto, los equipajes de los ocupantes.
El trayecto
en el jeep no completaba nuestra ruta; teníamos que caminar un poco para llegar
al hogar de los abuelos. Si no estaba lloviendo, invertíamos, aproximadamente,
una hora para llegar a pies, desde el final de la carretera de Carlos Díaz
hasta la casa. En tiempo de lluvia, la experiencia de subir y bajar las lomas
era fenomenal. Llegábamos llenos de lodo, pero felices por la aventura.
Siempre me
he sentido fascinada por el paisaje natural y variado de Los Amaceyes. Recuerdo
hermosas áreas de vegetación exuberante. Deslumbrantes y soberbios, se erguían
árboles de gran altura, muchos de ellos maderables. Parecían dominar el espacio
y lanzar el mensaje de preservación de la naturaleza. En otros lugares,
abundaban las matas de palma, coco, cana, aguacates; hermosas plantaciones de
café enrojecidas en tiempos de cosecha y, dentro de los cafetales, crecían
matas de cacao, buen pan, castaño, naranja, níspero, jagua, caimito y otras
más.
Otras
extensiones de terreno, dedicadas a la ganadería, estaban sembradas de hierba.
En ellas también crecían árboles como el roble, la caoba y el piñón plantados
en el que borde del terreno para que ofrecieran sombra al ganado. Lo que más
nos fascinaba en estas áreas, era encontrar frutales para tumbar y comer sus
frutos a nuestro antojo.
Los
conucos, sembrados de plátanos, guineos, rulos, yuca, batata, maíz,
habichuelas, gandules, yautía, ñame, maíz, garantizaban parte de la
alimentación de la comunidad y las posibilidades de vender el excedente.
Los
agricultores aprovechaban todos los espacios disponibles para sembrar, y se
dedicaban al trabajo agrícola con intensidad. Dentro de la cultura de la época,
se consideraba el trabajo como un deber, un símbolo de responsabilidad,
solvencia moral, garantía económica y social. La vagancia y el juego en días
laborables provocaban el rechazo social e, inclusive, el apresamiento de las
personas.
La
tendencia imperante entre los campesinos era confiar en la honestidad, honradez
y el valor de la palabra comprometida. Por ejemplo, muchos negocios se hacían
sustentados en la seriedad de los participantes, sin firmar ningún documento.
En las comunidades, prevalecía el respeto a las propiedades ajenas, y los
linderos de las propiedades se establecían con matas de maya o alambres de
púas, primordialmente para evitar que animales ajenos entraran a las
propiedades. Salvo las expropiaciones arbitrarias ejecutadas por el Gobierno,
se podía hablar de relativa seguridad para los propietarios de inmuebles
Algo inolvidable
para mí es recordar el trato habitual y la receptividad de la mayoría de las
personas de Los Amaceyes. Normalmente, durante el trayecto entrábamos a saludar
a familiares y amigos. Las personas, con gran gentileza y espontaneidad nos
acogían y ofrecían o brindaban lo que estuviera a su alcance. Era habitual que
se compartieran los productos y alimentos con los visitantes y vecinos.
Habitualmente, las vecinas o familiares enviaban sopas de gallina, preparadas
de manera especial, a las señoras recién paridas, y les ofrecían apoyo en la
realización de las tareas domésticas y el cuidado de los niños.
Aunque la
mayoría de sus pobladores vivía en niveles de pobreza, a las personas no les
faltaba la comida debido a la solidaridad de familiares y amigos. El apoyo
desinteresado ante los problemas de salud o situaciones dolorosas, era
habitual. Una costumbre muy importante era manejar con mucha discreción los
problemas familiares.
Según la
usanza campesina de la época, los hermanos mayores colaboraban con el cuidado
de sus hermanos menores; las familias fomentaban la solidaridad entre ellos y
el respeto a los familiares y vecinos. Generalmente, los hijos construían sus
hogares cerca de sus padres y, en muchos hogares, por supuesto con gran
estrechez, vivían varias familias a la vez; por tales razones, la dependencia
de los padres se prolongaba más tiempo y los abuelos ejercían una gran
influencia en la educación de los nietos.
De manera
especial, quiero destacar que las familias asumían la responsabilidad de cuidar
las personas mayores con respeto y consideración. Se consideraba una vergüenza
que los hijos o nietos descuidaran a sus padres y abuelos. Si era necesario,
los trasladaban a sus hogares para hacer más efectivas las atenciones.
Retomando el
relato, recuerdo que en nuestra trayectoria, también los ancianos conocidos nos
recibían con cariño. Era evidente que esas casitas humildes (muchas de ellas
construidas con tablas de palma, techadas de cana, yagua o zinc) eran habitadas
por personas que, en su mayoría, fomentaban la sencillez, discreción,
solidaridad y el respeto a la autoridad de los padres. Los valores de índole
religiosos formaban parte esencial de la formación de los individuos, y un
especial respeto se dispensaba a los compadres o comadres por sacramentos.
Me extasiaba
contemplando el cuidado y limpieza en la mayoría de los hogares en Los
Amaceyes. Los pisos, de tierra o de madera, generalmente lucían impecables, al
igual que las paredes pintadas con cal o tierra. En hogares de extrema pobreza,
la carencia de muebles era sustituida por tablas adosadas a las paredes o
bancos. En las habitaciones eran habituales los catres o camas con colchones
hechos de lana.
En los
campos, se carecía de energía eléctrica y, por supuesto, de las comodidades que
esta propicia. El agua del manantial era envasada en las tinajas de barro para
que se mantuviese fresca. Yo no perdía la oportunidad de tomar agua fresca del
manantial en los higüeros bellamente tallados por manos campesinas.
Generalmente,
como parte de las costumbres en esos humildes hogares, las señoras de la casa o
sus hijas nos servían el brindis. Los hombres no realizaban actividades
hogareñas. Se percibía como una manifestación de feminización el que el hombre
realizara labores propias de las mujeres. Su aporte era sostener económicamente
la familia, cortar la leña, pilar el café y traer los alimentos. El machismo y
predominio del poder masculino eran característicos de la época.
Las jóvenes
eran educadas para ser buenas madres, amas de casa eficientes; esposas
trabajadoras, fieles y respetuosas de las disposiciones del esposo o marido. El
respeto a los padres y la preservación de la virginidad hasta el matrimonio
recibían una alta ponderación social.
Seguíamos
nuestro trayecto, y después de haber recibido innumerables atenciones y de
darnos un baño de luz y belleza natural, era maravilloso llegar a la casa de
los abuelos. El cantar del arroyuelo, ubicado cerca de la casa, nos exaltaba.
Desde la lomita, cercana a la casa, todos queríamos vocear, para anunciar
nuestra llegada.
Allí estaba
la amplia casa de madera de estilo vernáculo, rodeada, casi en su totalidad,
por la galería. Estaba construida sobre pilotillos de madera y un área de
concreto. EL agua que caía sobre el techo de zinc era recogida en los caños que
la depositaban en el tanque que abastecía de agua el hogar. El piso de madera,
las grandes puertas y aldabas; los tragaluz formando flores y el orden
imperante en todos sus espacios, ejercían sobre mí una fascinación
indescriptible.
La manera
funcional y sencilla de su decoración y mobiliario reflejaban la sencillez y la
mentalidad de sus dueños. En esa época, las personas preferían no aparentar
demasiado para evitar despertar la avaricia de Trujillo, que entre otras cosas,
requería a la ciudadanía exhibir en sus hogares su retrato o algún símbolo o
lema de la Era. Recuerdo que en la casa de mis abuelos se encontraba colgada en
la pared de la sala una fotografía ecuestre del tirano que decía: “Y seguiré a
caballo”. Con toda la inocencia del mundo, pregunté por qué estaba colocada esa
foto de Trujillo junto a las fotos familiares, y, rápidamente, me mandaron a
callar. ¡Divina inocencia en medio de una época difícil!
Llega a mi
memoria la visión del juego de sala con su mesita, las mecedoras y el sofá; una
mecedora grande donde me dormía mi tía; el amplio y sencillo comedor, la
vitrina del comedor; en las habitaciones las camas de hierro forjado y el
armario donde abuelito guardaba celosamente sus pertenencias y el dinero.
Siguiendo la usanza de las familias creyentes, un pequeño altar estaba ubicado
en el dormitorio de mis abuelos. La mesa del altar permanecía cubierta por un
bello mantel, especialmente el blanco que fue bordado a mano por abuelita. Recuerdo
las imágenes de San Miguel, San Antonio, la Santísima Trinidad, el Corazón de
Jesús, la Virgen de las Mercedes y de la Altagracia, entre otros.
Permanentemente, abuelita mantenía una vela encendida en el altar. Al caer la
tarde, todos los presentes en el hogar orábamos frente a él.
En la parte
trasera, independiente de la casa, funcionaba una amplia cocina con hornallas
de tierra que eran devotamente limpiadas cada día. La cocina era de suma
importancia, pues no solo era el espacio para preparar los alimentos, sino,
también, un punto de encuentro para la familia. Daba gusto sentarse en la
cocina a tomar el aromático café, el cual había sido majado en un pilón de
madera.
Desde la
cocina se podía observar el trayecto al arroyo donde disfrutábamos de
deliciosos baños. Un área específica era habilitada para el lavado de la ropa.
Allí se encendían palos para hervir la ropa blanca en una lata. Nada de cortar
ramas de árboles sin ningún criterio. Abuelito era extremadamente celoso con el
cuidado y preservación de los árboles. Los servicios sanitarios estaban
ubicados a cierta distancia de la casa.
Al lado de
la casa, funcionaba una pequeña pulpería donde se vendían los productos
básicos: arroz, habichuelas, manteca de cerdo, gas para las lámparas, jabón,
arenque, fósforos, leche condensada, pasta de dientes, cepillos, pinchos,
maltas (sobre todo una muy amarga que se utilizaba para preparar las botellas a
las recién paridas),coconetes deliciosos y otros dulces preparados por
abuelita; y no podían faltar los fósforos, las pilas, las velas, las botellitas
de ron dominicano, los refrescos, las mentas, principalmente las verdes, que
los novios compartían con las enamoradas, (me tocó comer muchas mentas de las
que mis tíos compraban para sus novias)
Al lado de
la casa, se encontraba un amplio secadero para el café y el cacao. Ese espacio
nos servía de punto de reunión en las noches de lunas. Allí podíamos jugar,
competir, contar cuentos, divagar en un ambiente hermoso, sano, natural y
cargado de afectividad familiar. Aproximadamente, a diez metros del secadero,
dos amplios almacenes servían como depósitos para el café, el cacao y otros
rubros agrícolas. Todo el entorno estaba cubierto por árboles frutales, y un
área se utilizaba para el cultivo de hortalizas. A continuación de ese
emplazamiento, se iniciaba el amplio cafetal de mis abuelos.
Como era de
suponerse, llegábamos a Los Amaceyes con las pilas nuevas y un tremendo afán
por empezar a inventar
Abuelito nos
recibía siempre con una gran cantidad y variedad de frutas. No faltaban los
cocos de agua, mangos, naranjas, guineos, zapotes y todo lo que podía aparecer
en las pródigas y arborizadas montañas de la Cordillera Septentrional.
Abuelita, con su calma y tranquilidad habitual, nos bendecía y evaluaba nuestro
aspecto, color, peso. Ella tenía amplios conocimientos de medicina natural y
determinaba si necesitábamos de alguna atención especial. Nadie se salvaba de
las tisanas, los purgantes para limpiar el organismo y adquirir un buen color.
En efecto, los cuidados esenciales de abuelita, la liberación del estrés
pueblerino y la excelente alimentación natural, provocaban en nosotros un
bienestar increíble.
El hogar de
mis abuelos se regía de acuerdo a las normas establecidas. Ellos, con su sola
presencia, inspiraban respeto; a la vez nos prodigaban espléndidas atenciones y
manifestaciones de cariño. Allí el día se iniciaba cerca de las 5:30 de la
mañana. Abuelito nos llamaba uno por uno para verificar que todos
participáramos en la oración matutina. Después de la oración, los pequeños
podíamos echar otro sueñito.
Muy
temprano, mi abuelo se preparaba para la faena. Usaba generalmente,
generalmente, ropa color kaki, muy bien planchada, calzaba botas y lucía su
habitual sombrero. A las seis, ya estaba tomando su cafecito. Recuerdo que
diariamente se paraba en la puerta del comedor, ubicada frente a la cocina, y,
posteriormente, observaba y alimentaba, los gallos, las gallinas y sus
pollitos. Esas acciones me conmovían. Muy temprano, él comenzaba a planificar,
ordenar y conversar con mis tíos y los empleados sobre las labores agrícolas
del día, el cuidado de la ganadería y todas las gestiones necesarias
Como
detalle, quiero destacar la importancia del cumplimiento de ciertas normas
protocolares en el hogar de mis abuelos. Por ejemplo, el orden en la colocación
de los comensales en la mesa del comedor. Por respeto a las normas, nadie se
atrevía a ocupar el lugar de mis abuelos; adultos y niños utilizábamos la
palabra usted para referirnos a los mayores. Los adultos se quitaban sus
sombreros antes de saludar las personas y se respetaba la privacidad de las
conversaciones.
El trajinar
era fuerte. La cocina comenzaba el funcionamiento muy temprano; se encendían
los fogones con leñas para colar café y comenzar el proceso de preparación del
desayuno. En una esquina de la cocina se pelaban los plátanos, la yuca u otros
víveres. En época de recolección de café o período de deshierbe, cocinaban para
decenas de personas, además de los miembros de la familia. Después de cocer los
alimentos, hervían la cáscara de los plátanos y los pedazos de batata y yautía
para alimentar a los cerdos.
Mis abuelos,
con el apoyo de sus hijos y los trabajadores, hacían enormes esfuerzos para
poner a producir los predios agrícolas obtenidos con miles de esfuerzos. Vender
los frutos a precios razonables y trasladarlos a los mejores lugares para las
ventas, eran obstáculos parte de las dificultades que vencer.
Un poco
ajenos a los retos de la vida campesina, los niños visitantes junto a los
primos residentes en el campo nos dedicábamos a inventar en las grandes
extensiones del terreno colindante a la casa. Montábamos a caballo, corríamos,
construíamos pequeñas casas en los cafetales, asaltábamos las matas de mangos,
naranjas, zapotes. ¡Hasta hacíamos negocio con abuelita! A mí me encantaba
recoger los granos de café que se caían de los pisos de los almacenes y luego
se los vendía a mi abuelita para comprar pollitos y gallinas cuando retornara a
mi hogar en Santiago
Ayudábamos
con algunos quehaceres domésticos. Era un placer limpiar el piso de madera y
embellecer el hogar con las flores del jardín.
Una
actividad inolvidable era participar en el proceso de recolección del café.
Disfrutaba las canciones y las décimas improvisadas por las señoras que hacían
el trabajo. Admiraba la facilidad con que lo ejecutaban, y la belleza de las
canoas repletas de los rojos frutos. Con discreción y en graciosos cuchucheos
comentaban: “Ramona se jue anoche con el novio”, “María ta preñá y tuvo que ise
con Pedro”. “La hija de María se fue pai pueblo a trabajai”. “Juan se puso malo
y lo sacan en pariguela pa Tambori” “¿Vite a Maigarita? tiene un novio
pueblita. Ojalá que saiga buena gente”
La
diversidad de nuestras actividades se coronaba con tres acciones inolvidables:
ir a tumbar las frutas y comerlas debajo de los árboles; montar a caballo;
acompañar a mi abuelito y tíos a los sancochos navideños, inventados de un
momento a otro. Nada se compara con caminar sin miedo en medio del campo,
observar las luciérnagas trazando el trayecto de luz; disfrutar con la familia
de un fraternal encuentro navideño, donde no faltaba el jengibre y los
traguitos para los adultos. Lo máximo de la diversión en la navidad era apear
las gallinas del palo para el sancocho de varias carnes. Como una de sus
“travesuras”, algunos de mis tíos hacían desaparecer la mayoría de las carnes
de la paila para hacer reír a todos los invitados e inducir a su búsqueda.
Al
atardecer, a ritmo de merengue se alborozaban los corazones campesinos y en los
hogares repicaba la picardía y la gracia de los conjuntos típicos dominicanos.
Una y otra vez escuchaba en la cordillera la voz de Guandulito interpretando:
Jobinita yo
quisiera amanecei
aunque sea
debajo del aleo
a ver si
por medio de esto se me cumplen mis deseos.
La patria
era para el hombre campesino un cofre de silencios y carencias, aparente
sumisión ante el poder político, esperanza cifrada en la voluntad Divina.
También era canción, sabor a tierra adentro, merengue liniero que se impuso
lentamente, fragor de cuerpos encendidos por la danza que unificaba la
identidad. Al atardecer, el cuadro de comedias Romance Campesino llenaba de
gracia y sano humor los hogares campesinos con las excelentes actuaciones de
Macario y Felipa.
Cómo olvidar
las noches de luna en Los Amaceyes. Bajo el esplendor de luz natural,
encendíamos el alma con hermosas canciones y bellas voces de
mis tíos y tías nos permitían deleitarnos con la interpretación de merengues,
rancheras, corridos, tangos y boleros.
Rasgaban los
espacios, las canciones de amor y desamor, los poemas románticos; y una que
otra adivinanza ponía a prueba nuestra capacidad y astucia. Era evidente la
influencia en nuestro país de la música cubana, mexicana, argentina y
puertorriqueña.
Los domingos
tenían un toque especial. Muchas personas vestían su mejor ropa para ir a la
Misa, visitar los familiares o a los enfermos; asistir a celebraciones de
cualquier índole, jugar pelota, dominó, asistir a alguna fiesta y otras
actividades.
Para mí son
inolvidables los viajes a la Capilla del Carmen y a la de Carlos Díaz, para
asistir a las Misas mensuales. La participación en la Misa tenía una
connotación religiosa y a la vez fomentaba el encuentro social. Nos
preparábamos con entusiasmo para ir a la misa. En el trayecto, saludábamos las
personas que sobre los burros, mulos o a pies cargaban el agua de los manantiales
en higüeros o latas. Era digno de admirarse el equilibrio de las señoras al
colocar los calabazos en un babonuco ubicado sobre su cabeza.
De vez
cuando, nos encontrábamos con los galleros. Me impresionaba la forma en que
transportaban los gallos dentro de fundas. No me explicaba por qué después de
invertir tanto tiempo y dinero en el cuidado de los gallos los exponían a la
muerte.
Así, a puro golpe contra el infortunio, en
medio de las carencias de asistencia médica, falta de energía eléctrica,
limitaciones económicas y otros problemas, mas invadidas por la fuerza y el
coraje para luchar contra las adversidades y fortalecer la relaciones entre sus
miembros, las familias de Los Amaceyes miraban al horizonte con una visión de
esperanza, impulsadas por la fe y los principios, el amor y respeto por el
trabajo.
En esa
comunidad campesina que reflejaba una profunda religiosidad y respeto, sobre
todo en Semana Santa, nutríamos el alma y el cuerpo con los auténticos regalos
y vivencias de la naturaleza; el afecto familiar y el sabor de la
espiritualidad y el orden. Retornábamos a nuestros hogares fortalecidos en el
amor y con un gran deseo de volver a aspirar el aire puro de la cordillera,
bañarnos en las aguas cristalinas de los ríos y absorber la invaluable esencia
de la solidaridad y la generosidad.
por:
Minerva
Calderón López
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